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Benito Taibo

19/07/2015 - 12:01 am

Ver llover

El jueves por la noche llovió torrencialmente. De esos aguaceros que parecen presagiar el fin de la civilización entera. En mi casa se fue la luz, y yo, pude fumar a oscuras y ver la lluvia por la ventana. Dejé que mis pensamientos flotaran libremente entre los rayos que iluminaban los árboles, y la cortina […]

El jueves por la noche llovió torrencialmente. De esos aguaceros que parecen presagiar el fin de la civilización entera.

En mi casa se fue la luz, y yo, pude fumar a oscuras y ver la lluvia por la ventana.

Dejé que mis pensamientos flotaran libremente entre los rayos que iluminaban los árboles, y la cortina de agua que implacable caía sobre mi ciudad. E instantáneamente vino un nombre hasta mi cabeza: Orson Welles.

Me explico.

Tal vez uno de mis personajes favoritos de la historia del cine (y de la historia en general) sea él, el llamado “niño terrible” de Hollywood.

Burlón, imaginativo, procaz, beligerante, provocativo y brillante como pocos, Welles hizo de su vida un constante homenaje al asombro, y como una abeja susurrante, esquiva y molesta, dedicó muchos de sus esfuerzos a poner muy nerviosa a la sociedad estadounidense de su tiempo y a la moral conservadora.

Nacido en Wisconsin, ese curioso estado que se precia de haber inventado el queso amarillo, muy pronto fue para él, territorio grande pero hostil, y se muda a Nueva York, donde se integra a la compañía del Teatro Mercury, y debuta a los 16 años, haciendo una genial interpretación de Romeo y Julieta.

En 1938, hace una increíble adaptación de La guerra de los mundos de H.G Wells para la radio. Con tal realismo, que genera pánico colectivo en Nueva Jersey, donde la gente ve literalmente a los marcianos asesinos por sus calles.

RKO, la productora de cine, lo contrata entonces para escribir y dirigir libremente dos cintas. Y una de ellas es un hito en la historia del cine; me refiero por supuesto a Ciudadano Kane (1941) esa mordaz y ácida crítica al sistema, y particularmente al magnate periodístico William Randolph Hearst, inventor de la “prensa amarillista”, que lo persigue desde entonces sin descanso.

Acusado de ser simpatizante comunista por el macartismo, Welles se marcha a Europa donde consigue dinero para financiar sus próximas producciones. Terco y genial, no permite que nadie le diga lo que tiene que hacer. Filma una estupenda adaptación de Macbeth (1947) y Otelo (1952), entre otras, fuera de los Estados Unidos.

Tal vez el plano-secuencia más brillante de la historia del cine, de más de tres minutos de duración, se lo debamos a él, en la espectacular  Un toque de maldad (1958). Tan sólo esa escena inicial tardó más de 15 días en ser construida y filmada, y quita el aliento por su perfección y brillantez.

Mientras tanto, tiene amores con dos bellísimas estrellas; la mexicana Dolores del Río y Rita Hayworth, con la que se casa.

Gruñón, testarudo, avasallante, con fama de duro,  Welles tiene un lado desconocido que lo hace, sí cabe, todavía más entrañable. Me lo contó mi padre y hoy quiero compartirlo con ustedes.

Entre 1938 y 1942 vive en Hollywood con Dolores del Río, la bella y lánguida Dolores del Río.

Parece ser que una tarde, en esa casa en las colinas que él había construido para que vivieran juntos, encuentra a Dolores frente al ventanal que daba al valle, meditabunda.

Welles le pregunta qué le sucede y parece que ella contesta crípticamente: “extraño la lluvia de México”.

Orson estaba perdidamente enamorado de la diva. Y cuando a un genio le pasan esas cosas, es capaz de cualquier cosa.

Dolores hace un viaje relámpago a México, y Orson, con ayuda de carpinteros, plomeros, pintores y tramoyistas de RKO pone manos a la obra.

A la semana escasa, de nuevo descubre a Dolores frente al ventanal, mirando al infinito.

-¿Extrañas la lluvia de México?- Le pregunta.

Y ella asiente con la cabeza lentamente, como si estuviera en escena, suspirando.

Orson va tras el cortinaje y aprieta un botón.

Y llueve. Torrencialmente.

Toda la casa está rodeada por un ingenioso y complicado sistema que imita a la perfección, la visión de Hollywood sobre cómo son las lluvias mexicanas.

Al diluvio que cae detrás de las ventanas, se suman las lágrimas de Dolores del Río.

Y yo, me emociono enormemente al recordar esa historia mientras se cae el cielo en mi colonia.

Por eso, cada vez que llueve, mexicanamente, recuerdo al genial, único, inigualable señor Welles, y pienso que todos deberíamos tener en casa, instalado un botón mágico que nos traiga los recuerdos de golpe para sucumbir frente al amor y la nostalgia.

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